Xavi, el dueño del balón
Pocas veces he vivido una cosa parecida. El partido con mayúsculas que supuso el Deportivo-Barcelona del 2012 tuvo de todo. Para empezar un resultado increíble, aquel 4-5 todavía lo recuerdo como si fuera hoy. Hacerle cuatro goles al Barça de Tito Vilanova es algo tan inaudito como estéril cuando a ti te hacen cinco. Además ya os conté como Messi me sonrió en el túnel de vestuarios ante una broma mía antes de meter tres goles y hacer un partidazo. Pero ahora que un jugador espléndido como Xavi anuncia su salida del Barça, ahora que los análisis de sus méritos son tan innumerables como merecidos os quiero contar como sufrimos el Deportivo y yo a ese Xavi espectacular que ahora dice adiós a la liga española. Y fue en ese partido inolvidable, para bien y para mal. Xavi no fue titular y solo estuvo en el campo veinte minutos. Los viente minutos más largos de mi vida en los banquillos. Veinte minutos de impotencia y admiración. He vivido momentos increíbles en mi etapa como entrenador. Ascensos, derrotas, destituciones, y como no puede ser de otra manera para un técnico de fútbol, momentos intensos difícil de describir. Pero esos minutos con Xavi si sé describirlos. Fue algo que nunca había visto. El partido fue de esos que vuelven loco a un entrenador. Al cuarto de hora perdíamos 0-3 y reconozco que pensé “nos van a meter nueve”. Pero el fútbol es fútbol por partidos y momentos como aquel. Reaccionamos, intentamos remontar y nos pusimos 4-5. El Barça se había quedado con diez por doble amarilla a Mascherano. Creí, creímos en la remontada, en el milagro, en la grandeza del fútbol, y apareció Xavi. Tito Vilanova lo había reservado por un compromiso europeo. Lo sacó al campo para mantener el resultado ante un Riazor eufórico y nosotros lanzados por la adrenalina que da ver al Barça herido. Pero Xavi, pidió el balón, se lo quedó y no pudimos con él. Xavi ejecutó un ejercicio táctico perfecto de cómo ser protagonista absoluto de un partido. Voy a ser sincero. Apagó Riazor y frenó nuestra euforia. Salió y no la olimos. Desapareció el balón alojado en sus botas, que era el escondite que su cerebro diseñó para que el partido acabara a veinte minutos del final. Y lo hizo con fútbol, sin perder tiempo, sin triquiñuelas, sin otra cosa que su habilidad para ser el dueño del balón.